Las anfibias
1
No siempre hubo gárgolas en Belistón. Las gárgolas llegaron una noche de invierno en racimos, en bandadas, en un orden que sólo ellas conocían. Estaban abatidas: habían volado miles y miles de kilómetros como perseguidas por el viento hasta que de pronto las gárgolas mayores, las más experimentadas, decidieron descender en una playa remota, al pie de un bosque ralo y lindero de un desierto que, como todo desierto, parecía un estertor del infinito. Así como iban aterrizando se desplomaban exahustas sobre la arena y quien las hubiera visto allí, despatarradas y confusas, habría podido imaginar que se trataba de oscuras manchas de sal.
Contra lo que suele suponerse, nada atrae más a las gárgolas que lo distante, la esponjosa hostilidad de un mundo que no logran comprender y que las ignora por completo. Cuando avistaron Belistón, cuando percibieron su trazado impecable, su aura luminiscente, se juraron permanecer en ella o alrededor de ella para siempre. Se juraron poseerla, adorarla, protegerla, acosarla hasta su disolución.
Cuentan los habitantes más antiguos de la ciudad que cuando las gárgolas desembarcaron en Belistón no existían todavía las mujeres anfibias. Las anfibias aparecieron después, y hay quienes dicen que fueron inventadas por las gárgolas para que guardaran sus recuerdos, para que los grabaran cuidadosamente en sus entrañas y los transmitieran a sus hijas y a las hijas de sus hijas.
En efecto, las memorias que las primeras rapadas dibujaron en los cuerpos de sus niñas incluían ya a las gárgolas, mientras que los textos de los primeros ancianos, mucho más remotos e imperfectos, las desconocen por completo.
2
Las mujeres de Belistón usaban zuecos rojos, como la sal de la playa. En las noches de verano, la sal roja cubría casi todo el terreno que separaba la costa de las primeras torres de la ciudad fortificada. Los hombres de Belistón habían construido esas murallas enormes, inexpugnables, para evitar el espectáculo del salitre bermellón que teñía las piedras y tapaba malamente los cuerpecitos helados de los jureles olvidados por las olas. Ingenuos, presuntuosos, habían tratado de evitar así aquella visión deletérea que les hacía recordar la historia antigua de la ciudad, cuando la sangre de cada batalla lo cubría todo.
Las mujeres anfibias eran las únicas que muy de vez en cuando se asomaban a las torres -aunque para ello debieran seducir a un centinela-, con la ilusión de dar, en el primer descuido, un vistazo fugaz a la sangre salada de la costa. Sin embargo ésas eran las menos: los centinelas se habían vuelto insobornables. Cada día se hacían más indolentes a las provocaciones de las muchachas, aun de las más bellas, aun de las de cabelleras ardientes y labios de jerez de fruta. Pero ellas, las mujeres anfibias, recordaban la sal en sus sandalias. Y se lamían los dedos de los pies para aliviar aquel recuerdo.
3
En Belistón las mujeres corrían y en sus camisas blancas aparecían leves aureolas sonrosadas. Miraban el cielo y las nubes se plegaban eléctricas una sobre la otra, preparando un temporal sin lluvia que se anunciaba con aromas anisados de cilantro y cúrcuma de jardín.
Mujeres había muchas en Belistón, pero lo que los ancianos echaban en falta eran las matronas anfibias, las caníbales. De ésas quedaban pocas, y si por caso alguna de las niñitas recién nacidas daba muestras de algún rasgo sospechoso de anfibiedad -excesivo amor o aprehensión a los insectos, meticuloso cuidado de las uñas, tendencias piromaníacas--, los padres preferían torcerle un brazo, sellarle un ojo, envolverle los pies con vendas de alquitrán caliente, para que a partir de entonces el futuro se orientara en torno de esa desgracia artificial e insoslayable. Un miembro tórpido, un dolor tangible y persistente --razonaban-- sería siempre más soportable que las tortuosidades de una personalidad desorbitada.
5
Hay una niña en Belistón por la que combaten las mujeres anfibias. Su padre quiere casarla con un agricultor. Las mujeres dan una pelea sin tregua: todos los días se reúnen y piden a los descendientes que protejan el alma de la chiquita. Y luego van y preparan asaltos en los que detienen al padre por la mañana, cuando vuelve de arrear los animales, o por la tarde, cuando carga leños desde lo más oscuro el bosque, y le ruegan que libere a la niña, que termine ya con el castigo, que la deje llevar una vida, en fin, como los antiguos mandan.
La chiquita no tiene dientes y en cambio tiene un par de ojos enormes que parecen a punto de caer, de tan torcidos y separados que le llegan casi detrás de las orejas. Ojos saltones, desprovistos de vivacidad. Secos como estambres, como si hubieran sido lavados con algún líquido astringente.
Los ojos tienen de todas maneras un brillo intenso, casi húmedo -aunque ese brillo no tiene que ver con la presencia o ausencia de humedad: es un puro efecto de la luz--, que se pone aún más intenso en cada arranque de ira, una ira furiosa y virginal, una ira sin causa y sin remedio.
Alrededor de los ojos, la piel seca y rugosa recubre una cabeza oval, un óvalo perfecto del color del maíz, cabello extremadamente fino, una pelusa inconsistente.
Las mujeres -que han visto o imaginado a la chiquilla a través del tragaluz de su cabaña-- le ofrendan sandalias rojas cada madrugada. Se las dejan en la puerta de la casa, bajo el umbral de la casa de su padre, quien cada madrugada, no bien despunta el sol, las recoge con paciencia y las quema en un horno a leña especialmente diseñado para las purificaciones. Con infinito cuidado las desarma pieza por pieza, tira por tira, y las arroja al centro del fuego. Inclusive en el final del verano, el amoroso padre enciende el único horno a leña de toda Belistón, el horno redundante, para quemar hasta volver cenizas las sandalias ofrendadas a su niña.
¿No comprenden, dice el padre, que mi niña tiene ojos violetas y no rojos? ¿No perciben, dice el padre, que mi niña no se parece en nada a ustedes, perras locas flacas rasposas desorientadas? ¿No comprenden, dice el padre, que mi niña es una niña y que con sus ojos violeta y esas sandalias sería capaz de ver el infinito?
Pero claro: quién es capaz de percibir la frontera exacta entre el rojo y el violeta.
A la niña no le apasiona jugar con arcilla ni con las pequeñas piezas de madera que su padre ha venido tallando laboriosamente para ella desde el mismo día en que nació, desde ese día en que la niña era más niña que nunca, si una cosa así fuera posible. Tampoco quema incienso por las noches en la cabaña gris donde la esconde su padre para que no la encuentren las mujeres rapadas ni tampoco el joven novio agricultor, cuya prometida niña pasa encerrada noche y día, los cálidos amaneceres y las heladas tardes de Belistón, mirando el techo, el tragaluz.
La niña pasa sus días y sus noches observando el cielo alabastrino a través de un ventiluz que tiene el tamaño de un almohadón de plumas. Vive en la opacidad y en el silencio, que cuando no es silencio, es un murmullo sordo y sostenido. La niña vive encerrada en una habitación desnuda, con paredes irritadas por la edad. Y si bien detesta aquel encierro, evita pensar en ello. En cambio, se dedica a entrenar sus ojos, a prepararlos para el luminoso día en el que al fin vengan a rescatarla.
19
Testimonio del padre de la niña
Antes de que mi niña naciera, la realidad era menos real. Las formas no estaban acabadas, los sonidos habituales eran más graznidos que sonidos. Antes de que mi niña naciera, el mundo era húmedo y frío, los címbalos y flautas no existían para mí. Antes de mi niña, los contornos de las cosas se desvanecían en la inconsistencia, las aguas eran temblorosas y opacas.
Cuando nació mi niña comencé a vivir. Ella me acompaña por las noches, me guía en sueños, me instruye sobre los campos que debo atravesar, los bosques donde debo ir a buscar los leños más crujientes. Ella es quien elige las presas de mi siguiente cacería, la que arrulla a los pájaros para que no levanten vuelo antes del amanecer, la que echa a rodar año tras año la rueda de la peste y la hunde en los bajofondos del mar; la que protege mi rebaño. Es ella quien, desde su pequeño jardín de piedra, me recita las recetas del sacrifico, la que despierta al mundo cada mañana, quien me recibe por las noches con su susurro de canto. La que me dicta los caminos por donde debo andar, los pasos a seguir, las huellas a relevar (todo esto ella me lo indica sin hablar pero de manera elocuente).
Mi niña es una cigüeña azul que se escabulle entre los cristales de su ventana y observa el horizonte.
Si la felicidad es armonía y silencio, mi niña y yo hemos sido enteramente felices todos estos años -esa forma discreta de la felicidad que se menciona en la doctrina de las gárgolas, en la voz de los ancestros. Cuando mi niña nació, los naranjos estallaron de frutos en verano, maduraron juntos los higos y las fresas, los caracoles tejieron su fino camino de seda y florecieron los rosales durante un año entero.
Mi niña es el modelo de todo lo bello y elevado, todo lo esplendoroso y sublime que reflejado en ella cobra existencia en este mundo de espantajos. Todo lo que ella es y lo que hace, lo que calla o insinúa, lo que destila al andar, lo que parece emerger a través de su presencia; todo lo suave y lo imperecedero y lo brillante es en ella un adorno rico pero accidental: tan poderosamente perfecta es mi niña, la niña misma. Su voz perlina y sus cabellos cortos, sus delicados pies, sus caderas pudorosas. La dulzura de su voz es tan honda que nadie excepto yo podría escucharla.
Mi niña lo ilumina todo con su sola existencia. Y si estamos aquí dialogando, si ustedes escuchan esto que hablo, y si son capaces de entenderlo, es porque mi niña está allí, envuelta en delicados humores ígneos que la protegen y la mantienen viva; porque desde su recinto nos contempla con su mirada dieléctrica y misericordiosa.
* Flavia Costa nació en Morón, provincia de Buenos Aires, Argentina, en enero de 1971. Trabaja como periodista, traductora y docente en distintas universidades. Desde 1997 integra el grupo editor de la revista "Artefacto. Pensamientos sobre la técnica".
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