"Cuando la España cristiana medieval atravesaba un periodo de oscurantismo en el que ni siquiera se planteaba ningún tipo de higiene y mucho menos personal, la Córdoba musulmana contaba con más de seiscientos baños árabes públicos, herederos de las termas romanas.
Lugar de descanso, de reunión social y política, en ciertas regiones el hammam constituye, especialmente para las mujeres,
una de sus distracciones favoritas y todo un ritual generador de belleza y sensualidad,
al tiempo lugar donde mejor se desvanece cualquier desigualdad de índole social."


22.9.07

Elena Poniatowska









REINA ROJA












(Eve Gil, La trenza de sor Juana) Mientras ciertos intelectuales plebeyos hurgan desesperadamente en sus arbolitos genealógicos en busca de algún rastro principesco o cuando menos europeo, la princesa Hélene Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska, mejor conocida como “la Poni”, descendiente directa de aquel Poniatowski que traía loquita a la implacable Catalina de Rusia, pasa entre nosotros por señora sencillota y campechana. Rubia platino, adormilada de ojos, su actitud llama a la confianza, al cariño; a tocar su carita llena de pecas y tics conejiles.
Válgame, Elena, “la Poni”, la que se dio en toda la torre como cualquier hija de vecino aquel 2 de octubre de 1968 (“manos aniñadas porque la muerte aniña las manos”); la que en tenis recorrió las ruinas de su ciudad devastada por el terremoto del 85 y defendió el derecho al aborto de Paulina, la niña dos veces violada (la segunda fue una violación moral)... la que dijo NO al Premio Villaurrutia 1971 que se le concedió por su libro La noche de Tlatelolco pues... ¿qué premio reviviría a su hermano y a los miles de muchachos masacrados en honor el Dios del Capitalismo?, le rehúye como a la peste a los títulos de nobleza, incluyendo el de “escritora”; “(...) ni siquiera creo que soy muy buena, pero sí sé que tengo el oficio de escribir. Lo tengo desde 1953 y lo ejerzo” (esta y las demás declaraciones fueron extraídas del libro Revelado instantáneo, de José Gordon y Guadalupe Alonso).

Todavía hoy, luego de los premios Alfaguara y Rómulo Gallegos, obtenidos gracias a La piel del cielo y El tren pasa primero, respectivamente, Elena vuelve a renegar de su trono en el libro Amanecer en el Zócalo, los 50 días que confrontaron a México (Planeta, 2007): “Como escritora, me habría gustado ser John Berger, pero como no lo fui y tampoco creo poder llegar a serlo, trato de fijarme cómo le hace John Berger para retratar a los demás. Desde 1953 me fijo en los que caminan por la calle, el barrendero con sus siete perros, Tere la limonera en el mercado de Coyoacán, Lucía la que cose a domicilio, los que vinieron al campo al DF y todavía traen manos de ordeñar vacas, de trasquilar borregos, de palmear tortillas. Intento vivir pensando en aquellos que tienen que irse a los Estados Unidos porque si no morirían de hambre y e los que no logran irse y mueren de hambre.” (p. 156). Es, sobre todo, abuela de varios niños mexicanos cuyos retratos siempre carga consigo para mostrarlos con enternecedor orgullo: “Mira, esta es Luna…”

La enamorada de México nació el 19 de mayo de 1932, en París. Hija de Jean Evremont Poniatowski Sperry, heredero de la corona polaca, exiliado en Francia, y de la asimismo exiliada Dolores Amor, alias Paulette, hija de una familia porfiriana. Como primogénita, a Hélene correspondería el título de reina de Polonia, país por el que siente gran cariño, particularmente porque fue durante una estancia ahí, en la década de los sesentas, que reafirma su sentimiento de compromiso para con los desprotegidos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el príncipe Poniatowski se alista en el ejército y Paulette, o Paula Amor Poniatowska, tal como lo relata en su autobiografía No me olvides (Plaza & Janés, 1996), a la que resulta imposible no vincular con Flor de lis, el único libro autobiográfico de Elena, huye, junto con sus hijas, Elena y Sofía, o “Kitzia”, a México. Ahí nacerá Jan, el tercer hijo de los Poniatowski, el querido hermano de Elena muerto en un accidente automovilístico a los 21 años.
Es en México donde Elenita, permanentemente a cargo de las “muchachas”, aprenderá de estas el castellano del pueblo que tan maravillosamente utiliza, particularmente en su primera novela, publicada en 1969, Hasta no verte Jesús mío, cuya protagonista, Jesusa Palancares, reina en su otra vida, es un personaje picaresco único en las letras mexicanas, que no obstante su condición triplemente desventajosa (mujer, indígena y analfabeta), se sale siempre con la suya. Es Jesusa Palancares, a todas luces, un homenaje de la princesita a sus muchachas.

Pero Elena se inició en el periodismo tras haber estudiado en un internado religioso de Estados Unidos entre 1949 y 1952 y haber sido secretaria de un negocio paterno que tronó al poco tiempo. La sangre azul no garantiza la “papa”, y Elenita empieza por hacerle a la reporteada de Sociales (firmaba sus notas con el enigmático seudónimo Hélene), hasta que Fernando Benítez la rescata para “México en la cultura”, del periódico Novedades. Joven, bonita, ingenua y autodidacta, combinación por demás suculenta para los lobos feroces, Elena no tarda en causar sensación con su muy jesuso estilo, mezcla de ingenuidad y malicia, o, mejor dicho, maliciosamente ingenua.

Soy de la idea que Elena explota su aparente inocencia para que sus entrevistados se sientan confiados y a sus anchas y terminen despepitándolo todo. Pidió mano para entrevistar al guapo debutante Carlos Fuentes cuando publicó La región más transparente —“Carlos Fuentes te sacaba mucho a bailar y no sabes los pisotones que daba”—; a Francois Mauriac lo hizo perder los estribos, según constata uno de tantos volúmenes de entrevistas Todo México. A Juan Rulfo, entercado en su silencio y alérgico a las entrevistas, particularmente si eran realizadas por muchachas bonitas, le sacó toda, toda la sopa. Ante Diego Rivera ni se inmutó cuando este aseguró que comía niñas güeritas en el desayuno. Al que sería su esposo, el astrónomo Guillermo Haro (1913-1988), inspirador de La piel del cielo, lo conoció por entonces: “Me trató muy mal. Yo fui a entrevistarlo en la torre de Ciencias de la UNAM y recuerdo que me dijo que los periodistas son los desechados de todas las carreras... “Le apuesto a que usted, señorita, no trae ni papel ni lápiz”. Yo escarbé en mi bolsa como gallina y de verdad, no traía ni papel ni lápiz”.
Miguel Covarrubias, vida y mundos (Era, 2004), rescate hemerográfico de Antonio Saborit, además de confirmar mis sospechas respecto a la técnica de Elenita para granjearse la confianza de sus entrevistados, es invaluable testimonio del periodismo cultural de los cincuentas, una radiografía del trabajo juvenil de Elena: preguntas parcas, directas, pachonas, sin florituras ni alardes... e impresiones francas hasta la crudeza sobre sus entrevistados, una insolencia que, lejos de molestar, enternece. Como la de una niña. A Rosa Rolando, la amante del artista plástico, la describe en los siguientes términos: “(...) fue algo así como su Tanagra doméstica, su escultura de a deveras, su rosa cotidiana, su flor profunda y carnal.”

Elena incursionó en la literatura de ficción en 1973 con Lilus Kikus. Se supone que debía sentirse apabullada por la sombra de su bellísima tía, la poeta Pita Amor —de quien realiza un despiadado retrato en Las siete cabritas (Era, 2000)—, pero Elena nunca ha sido competitiva, quizá por ser única en su género: solo a ella se le da esa curiosa mezcla de periodismo frívolo con periodismo social. Fueron sus libros testimoniales y periodísticos los que revelaron su cara seria y profundamente comprometida: La noche de Tlatelolco y Fuerte es el silencio. Su ostensible adhesión ideológica al comunismo —que le mereció entre sus parientes el apodo de “Reina Roja”—, con la que hasta la fecha comulga, está implícita en Tinísima, biografía novelada de la fotógrafa italiana Tina Modotti, donde hasta las señoras ricas que atiborran sus talleres literarios, de los que han salido autoras nada despreciables como Rosa Nissán, Rosamaría Casas y Amélie Olaiz, suspiraron por el subversivo y sexual Julio Antonio Mella —“Los cubanos aman con su sexo. Salen a buscar a las mujeres; las alientan con su sexo. Mella así amaba a la universidad. La tomaba en brazos, la detenía en la esquina, la poseía, filtraba el sol por sus ventanas”—; es esta, la novela erótica de Elena Poniatowska, donde Julio y Tina, arrebatados desde la primera mirada, se aman de pie y contra la pared.

En 2001 gana el Premio Alfaguara con la bildungsroman La piel del cielo, una ficción en torno a su esposo, el astrónomo Guillermo Haro, rebautizado como Lorenzo de Tena. Recrea Elena un México fluctuante, el de los Buicks, los sombreros y los guantes y los vendedores de toques eléctricos; el que crece aceleradamente entre los años veinte hasta casi los albores del siglo XXI, con un protagonista varón de intensa vida amorosa, idealista furibundo que se refugia en la contemplación de las estrellas.

La más reciente novela de Elena, El tren pasa primero (Alfaguara, 2005, Premio Rómulo Gallegos 2007) subraya su pasión por los varones de armas tomar y corazón de condominio, quienes, como en Paseo de la reforma o La piel del cielo, invariablemente encontrarán en su camino una mujer asimismo dispuesta a todo por conquistar sus ideales políticos, dispuestas a amar de espaldas a los convencionalismos y contra la pared. Trinidad Pineda Chiñas es el héroe de esta novela que recrea, casi fotográficamente, el movimiento ferrocarrilero que hizo albergar a los mexicanos esperanzas respecto a un auténtico cambio político y social. Trinidad, líder de los amos de los rieles, enfrenta primero a los llamados “líderes charros” (“El charrismo era una estructura del Estado, su obra negra”), es decir, los coludidos con quienes se encargan de exprimir a los trabajadores; después, al mismísimo presidente Miguel Alemán, quien termina por sentirse apabullado ante la terquedad de Pineda Chiñas, que parece incluso dispuesto a dejarse matar si con ello obtiene para sus compañeros condiciones de trabajo dignas. Lo que de entrada conmueve de estos personajes, es el hecho de que trabajan, sí, por necesidad, pero, sobre todo, trabajan por pasión a la máquina y lo que ella concede a su eventual amo, como bien se señala en el caso del propio Pineda: “(...) El tren era su modo de estar sobre la tierra, era su padre muerto, su madre llevándolo de la mano a la estación, el tonelaje de carga de todos sus sentimientos, la ceiba más alta de su tierra. Hacía mucho que el silbato resonaba en su corazón y se había convertido en un animal sagrado que dejaba su esencia en su sueño de niño y lo mecía hasta el amanecer. El tren era su anual, su otro yo. “No fui ardilla, ni tuza, ni conejo, ni lagarto, yo fui locomotora.” (p. 28).

Por supuesto, el triunfo de Trinidad Pineda sobre la burocracia, el gobierno y la injusticia social no está predestinado a perdurar, no en este país donde la democracia es una ficción; de hecho, durante el siguiente sexenio se emprenderá una sucia campaña de desprestigio contra aquel a quien todos tienen por héroe, y quien terminará encarcelado, acusado de comunista y aliado de los rusos. Es probable que, como le reprochara su mejor amigo, Saturnino, Trinidad se haya excedido en la franqueza de sus críticas y exigencias: “En política hay que maniobrar y no decidir tajantemente como lo haces.” (p. 82).

Independientemente de la intriga política, El tren pasa primero aborda también esa suerte de pasión incestuosa, que tiene más de identificación ideológica que de carne, entre Trinidad y su sobrina Bárbara, la cual lee fanáticamente a Simone De Beauvoir, usa el cabello corto y también pantalones. Trinidad se identifica más con esta muchacha que parece dispuesta a morir por su causa, como tantos estudiantes (en esta novela se plantea el inicio de la simbólica alianza entre el gremio de ferrocarrileros y los universitarios), que con su fiel aunque tradicional y tolerante esposa y madre de sus hijos. “Tío... No quiero ser una copia de mis pobres tías, ellas mismas ya son copias borrosas de sí mismas, copias de copias de lo que de alguna vez quisieron ser (...) Yo soy mi propia mujer. También Simone de Beauvoir se levantó contra eso de que anatomía es destino.” (pp. 95 y 96) El amor le enseñará al héroe degradado más de lo que jamás hubiera imaginado, por ejemplo, “(…) la certeza de que la conciencia no surge de la fe, sino de la duda.” (p. 96).
Leyendo esta magnífica novela que, como todas las de Elena, carece de alardes y reboza frescura en sus diálogos, no puede uno menos que echar de menos aquella pintoresca estación Buenavista cuyo terreno muy pronto alberga por ahora una inútil mega biblioteca cerrada al público.

Elenita, como Trinidad, como Mella, como Tinísima... como tantos y tantos personajes suyos que nunca se cruzan de brazos y no vacilan en tomar un rifle, una pancarta o un libro, no acostumbra quedarse callada. Cualquier acto de corrupción, de injusticia, de supresión, de omisión, obtendrá, sin duda, una respuesta por parte de su ingeniosa pluma, por eso no podía dejar de lado la oportunidad de formar parte de otro de los acontecimientos más significativos de la historia reciente de México: la toma de Reforma, la avenida más transitada del país y de las más transitadas del mundo, por miles de ciudadanos inconformados por lo que, a todas luces, era un fraude electoral.
Elenita, no obstante, no era ya la muchacha trémula de indignación que sorteó las balas en Tlatelolco; tampoco la mujer robusta que escarbó entre los escombros que el terremoto del 85 dejara a su paso. Seguramente no se hubiera involucrado si el candidato afectado, representante de la izquierda en que la princesa roja había militado convencida toda su vida, no la busca personalmente a su casa de Chimalistac para delegarle la responsabilidad de convertirse en la vocera de la indignación del pueblo. Ella misma lo relata en su crónica Amanecer en el Zócalo, en la parte titulada precisamente “Llamando a mi puerta”: “Sólo sé decir que sí, ésa es la gran tragedia de mi vida”. Pero si bien, en un principio, Elenita se sintió moralmente obligada a dar la cara por este rebelión que no por pacífica y cultural dejaba de ser precisamente eso (los automovilistas consideraban una afrenta la ocupación de Reforma por miles de casas de campaña habitadas a su vez por familias enteras; los de a pie, en cambio, vivimos los instantes más maravillosos recorriendo aquella variopinta vecindad que incluía puestos de feria, espectáculos artísticos y hasta lecciones de ajedrez), muy pronto se adhirió entusiasta a la proclama popular de efectuar un recuento de votos (que ha sido efectiva en tantos otros países donde la mínima sospecha de error basta para repetir el proceso), porque ella misma estaba convencida y muy indignada ante las pruebas contundentes de un fraude electoral a favor del candidato de la derecha.
Reconoce, sin embargo, haber sido muy ingenua (yo diría más bien que irreflexiva) al dejarse llevar sin oponer resistencia a filmar un spot televisivo que la colocó en el ojo del huracán: “(…) Filme otro spot muy ingenuo el mismo día en que platicamos (López Obrador y ella). En él pedía a los panistas que no mintieran ni calumniaran al decir que Andrés Manuel era un peligro para México. La publicista Tere Struck mandó un coche por mí y un señor muy amable, el chofer y yo fuimos a un estudio rascuache cercano a mi casa. Una muchacha de manos dulces me peinó y no tuve que repetir sino una vez el texto escrito sobre mi libreta Scribe. Salió al aire el 7 de abril de 2006 (por cierto, nunca me lo mandaron como prometieron) y a partir de entonces me tocó una semana santa de lanza en el costado, esponja, vinagre y corona de espinas. “Tú te lo buscaste, el que se mete a la cocina sale chamuscado”, comentó Rossana Fuentes.”

A favor de Elenita puedo decir que difícilmente una buena persona como ella (porque me consta que es buena persona, como le consta al pueblo que se ha acercado a ella y ha recibido cariño, solo cariño) difícilmente podía prever que se enfrentaría a personajes tan siniestros y perversos como, en este caso, el presidente del PAN, personaje famoso por su misoginia e inclinaciones fascistoides que supo hacer parecer que doña Elena era la dulce abuela en cuyas faldas se refugiaba el candidato vapuleado. “(…) una mujer prestigiada en el ámbito literario pero muy ingenua en lo político”, diría Luis Martínez, aunque el destacado escritor Fernando del Paso la defendió: “El PAN, como partido político, le debe una disculpa, porque es una ciudadana mexicana que no está cometiendo un delito, está ejerciendo su derecho como ciudadana al apoyar a un candidato en el que ella cree, independientemente de lo que éste sea.”
El pueblo de México se partió en dos, no solo en el aspecto político (por aquellos días se registraron cientos de grescas callejeras entre “calderonistas” y “lopezobradoristas”) sino en los que estaban a favor y en contra de la colaboración de Elena Poniatowska. Los insultos telefónicos a media noche se volvieron cosa de todos los días, lo mismo que los vítores y los abrazos espontáneos a su paso. Su propia hermana Kitzia le reclamaría airadamente su involucramiento en este asunto que había desatado pasiones extremas en los ciudadanos: “¿Te crees Juana de Arco o te pegaste en la cabeza? Estás totalmente zafada, nunca has estado en la realidad pero ahora menos. AMLO es un engañabobos que va a llevar al país al desastre y tú allá pegada. Salte, mana, salte, esa gente no te merece, salte.” Y más adelante le diría a su muy jesusa hermana: “(…) ¿No te das cuenta de que le haces un daño horrible a tus hijos y también a los míos? Santiago tenía un año haciendo un proyecto de una casa para Roberto Hernández y lo canceló y Santiago es solo tu sobrino. ¿Qué pasará con tus hijos? ¿Cuánto tiempo más vas a seguir en la inopia?” Es cierto, acepta Elenita: Mi familia, mis hijos –salvo Mane que está en la UAM-, mi nuera poblana, padecen las consecuencias de mi adhesión a AMLO.” (p. 200).

Pudiera decirse que llegó el momento en que Elenita se tornó indiferente tanto a unos como a otros. Amanecer en el Zócalo recoge no solo la crónica de aquellos cincuenta días de enfrentamiento que amenazaban con desembocar en guerra civil, sino también su cansancio ante lo que de pronto se perfiló como una causa perdida y su deseo de retirarse a su casa a descansar, de asistir a otra misa que no sea la de siete, oficiada por López Obrador (Elenita se reconoce una roja muy católica), pero no es la única cuyas fuerzas menguan. El movimiento mismo se va extinguiendo por influjo de la criminal sordera de las instituciones encargadas de hacer valer la democracia en México.

Los ánimos de los rebeldes pudieran compararse con los de los estudiantes del 68 que salieron a expresar su disgusto contra el gobierno y terminaron baleados o desaparecidos. En este caso no se baleó ni se desapareció a nadie, se recurrió a una estrategia peor: burlarse de los inconformes, exhibirlos ante la opinión pública como renegados y malos perdedores. Elenita, quien a la fecha ha dejado de recibir llamadas donde la llaman “pinche vieja puta” (¿Por qué ofende tanto la vejez?, se pregunta, más desconcertada que insultada), publica de manera muy oportuna, que no oportunista (ha transcurrido un año de los hechos relatados en el libro), Amanecer en el Zócalo, donde deja constancia, en cifras e impresiones recogidas de primera mano y en el fragor de la batalla, de los reclamos del pueblo estafado, del número de urnas violadas, del número de votos misteriosamente desaparecidos, de las triquiñuelas electoreras para convencer a los mexicanos de la peligrosidad del candidato de la izquierda, de las amenazas y los insultos, de las alianzas entre ex miembros del PRI y el nuevo partido oficial y de los atentados físicos y morales contra los paristas… pero también, en un espléndido ejercicio de objetividad y autocrítica, de los errores cometidos por ella misma, por su candidato y por los estrategas de este movimiento que, aunque fracasado, ha pasado a ocupar un lugar de honor en la historia de México: “Al doblar la esquina, allí los veo, presencia segura, amistosa, confiable. Confío en ellos. Necesito de ellos, necesito de mi país. Quizá porque no nací aquí necesito más de él que de nadie. En estos días vivo como siento que hay que vivir o como quisiera que todos viviéramos…” (p. 237)

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"La cultura es mucho más rica cuando más mezclada está; los países mestizos tienen ventajas sobre los más homogéneos porque es la diversidad la que nos enriquece. La cultura no puede ser única ni cerrada, pues hay una polinización que ha venido del lejano Oriente, al Oriente próximo, y de ahí a Occidente. La literatura, por ejemplo, se mueve por las autopistas del viento."
(Juan Goytisolo, Barcelona)