"MINA Y MUJER SON LO DISTINTO"
(Eugenio Mandrini, El Muro Cultural) El vocabulario del lunfardo, tan rico en hallazgos, oscuridades y hermetismos, contiene para nuestra curiosidad un nutrido repertorio de sinónimos y apelativos sobre la mujer. Veamos algunos:
lora / carro / vagón / taquera / fulana / sultana / beba / paica / grela / catriela / garaba / garabita / percanta / percantina / dona / fémina / jermu / brame / bagre / bagayo / cosa / chancleta / china / chuchi / papa / papusa / papirusa / budín / mujica / naifa / pendeja / pollera / leona / adorada / bestia / chata / feba / patrona / potranca / pebeta / chiruza / percalera.
Claro que entre uno y otro término hay matices. Por ejemplo: china es la mujer de campo; pendeja y pebeta son las muchachas, lo mismo que garaba y garabita, y también lo es chiruza, salvo que en este caso la apelación es despreciativa; carro es mujer de la vida, y por extensión la que yuga, la que tira del carro; papa, papusa y papirusa, es la hermosa; percalera, claro, es la pobre; brame es vesre (revés) de hembra, como lo es darique de querida; y en cuanto a catriela, ¿quién no se da cuenta que alude a la que está para la catrera, es decir, la cama?
Habrán notado también que no incluí para nada, entre tanto inventario, el vocablo mina, como tampoco a sus derivados: nami, minushia, minón, minerva. Y no lo hice porque para los auténticos porteños –esos dioses envarados y soberbios que hacen de la noche el paraíso– la mina no es equivalente de mujer. Mina y mujer son cosas distintas. Es mas: mina y mujer son lo distinto.
Aclaro además que cuando digo minas, no pienso en aquellas que, originalmente, siglo atrás, laburaban para un canfinfle (léase proxeneta) que las explotaba como a verdaderas minas de oro o de plata. Cuando digo minas me estoy refiriendo a las de hoy, mis incomparables Ellas, tan endiabladamente diferentes del resto de las mujeres, como si vinieran de otro mundo. Y vienen, yo sé que sí. Anotemos algunas diferencias:
Hay mujeres que son lobas; las minas también, pero además les sobra estepa, y cuando muerden no dejan ni los huesos. Hay mujeres que tienen su filosofía; las minas también, pero además son eruditas en la ciencia de las veredas y de los barrios. Hay mujeres que leen a Kafka; las minas también, pero además se metamorfosean. Hay mujeres a las que siempre les duele algo; a las minas también, pero en especial el mundo. Hay mujeres que lo hacen a oscuras; las minas también lo hacen, pero dejan encendida una lucesita para ver como se contorsiona el cuerpo del amor. Hay mujeres sensibles: se levantan con el sol, riegan las plantas, les hablan; las minas también riegan y les hablan, pero a los dioses del Olimpo, para que sean mejores y sirvan para algo. Hay mujeres que son artistas de la cocina; las minas también, pero sólo de vez en cuando, no sea que el olor a cebolla les dure toda la vida.
Es que las minas tienen alma. Y una mina con alma no perderá ni un segundo de su vida en avivar giles y se cruzará rápido de vereda, o de país, cada vez que vea llegar a un chanta. Una mina con alma, si está solitaria en su casa, no despreciará el televisor, pero preferirá encender la imaginación. Una mina con alma jamás compartirá el edén de su cama con alguien que no sepa quien es Neruda, Picasso o el dios aquél de la boina inmortal. Y aunque no quieran creerlo, una mina con alma también quiere vivirla bien, como cualquier otra, pero si llegan esos tiempos del brillo, ella pasará por allí sin detenerse, porque sabe muy bien que tanto el confort como la mishiadura, roen mas hondo que un río de nutrias.
Y como me gustan los ejemplos, aquí doy uno, con el fin de insistir en las diferencias de las que vengo hablando.
ESCENA: Un tipo y una mujer comparten una mesa. De pronto el tipo grita, desesperado: “¡Se acabó el vino, Dios mío, se acabo el vino!”. Y la mujer le contesta: “Mejor, así mañana te levantás despabilado”.
LA MISMA ESCENA: Un tipo y una mina comparten una mesa. De pronto el tipo grita, desesperado: “¡Se acabó el vino, Dios mío, se acabo el vino!”. Y la mina le contesta: “Tranquilo, negro, que en el placar tengo dos botellas más”.
Pero yo pienso que la gran diferencia que existe entre unas y otras, radica en el hecho de que las mujeres, cuando nos abandonan, no dejan huella, como si nosotros fuéramos invisibles, algo así como un tatuaje en el aire. En cambio, cuando las minas se van, nos dejan una bala en la boca de la soledad, un cuchillo que una mano invisible afilará sin pausa en las curvas del corazón, un frío de Siberia en la mitad de la cama, un fósforo que en la oscuridad siempre alumbrará la esquina del dolor y la nada. Es que cuando una mina se va, el aire que respiramos tiene gusto a desolado Manzi, y la sonrisa de Gardel se nos llena de cenizas, y entonces llueve todo el tiempo en la ciudad y el único que camina sin paraguas es uno, sos vos.
El porteño sabe que las minas son terribles, como abrazo de boa. Pero igual las ama, y no puede vivir sin ellas. Está ligado a esa fatalidad como el náufrago a la isla, el pan al diente del hambriento, o la lluvia al ojo del melancólico. El porteño las ama tanto que vive y sueña con ser el amante de la mina mayor que es Buenos Aires. Aunque sepa que ser amante de una mina es desgraciarse la sangre, los sentidos, el calendario, el tiempo, la historia, el clima, el vino, todo. Pero, ¿que importa?, si el porteño sabe también que en este mundo no hay amantes felices. Ya lo dijo aquel Discépolo galés, llamado Dylan Thomas, cuando escribió que en la noche silenciosa los amantes yacen en el lecho con toda la tristeza de los siglos en sus brazos.
Y ahora cuídense porque anda suelta.
MÁS SOBRE ELLAS, LAS MINAS
Para mí ellas son las incomparables. Para mí antes de ellas era la nada, y después de ellas también será la nada. Por eso cuando las sueño o las pienso, o cuando como ahora trato de expresarlas, se me extravía la gramática. Y si de pronto alguien me pregunta que son las minas para mí, le diría que son toda la sol y todo el noche, y son también la fuego de lo infierno, y además son el lluvia, la color del luz, la demonio y la dios, y en especial son lo mar que le falta a este ciudad, el galaxia que no cabe en la telescopio, y el herida absurdo, y la cielo que soñamos un vez.
Lástima grande que van quedando pocas. Es que esta ciudad de piedra, neurosis y ruido, se traga todo. Todo lo mejor. Y entre todo lo mejor están ellas, las inimi, las uni, las hechi (perdón, quise decir: las inimitables, las únicas, las hechiceras, pero es inútil: sólo con recordarlas se me parte el corazón y la palabra).
Pero insisto: minas, lo que se dice minas-minas, cada vez hay menos. Y claro. Sucede que algunas se mueren, como se muere todo algún día. Otras, se pierden entre las letras del tango, para hacerse leyenda, como Malena, la de la voz de sombra, o María, la que llegó del otoño. Y está bien que así sea.
Otras capitulan y se casan, y obedientes al mandato de la bruja Celulitis, engordan, engordan, engordan, y para mayor desgracia se hacen adictas al bolero y a la televisión, que es el bolero interminable. Estas –dicho sin culpa– son las peores.
Están también las que, casadas o no, aguardan a que el tipo se duerma, y se van a llorar a la cocina, derramando lágrimas de culpa y sollozos con algo de fritura, por aquellas añoradas noches de caos y maravillas. Y eso de algún modo las salva.
Otras se hacen milongueras. Pero a mi no me engañan. Esa es una forma de camuflarse. En el fondo son como las casadas que, sin estarlo, tienen su marido por tres minutos, que es lo que dura la ebriedad de un tango.
Y finalmente están aquéllas que desertaron para entrar en la locura, o convertirse en poetas, o afiliarse al socialismo revolucionario. Pero aún así, y cada una en su estilo, éstas siguen siendo grandes minas.
Si, van quedando cada vez menos. El día que se extingan también el sol se habrá apagado. Y la corriente eléctrica dará sombra. Y el agua sanitaria vendrá amarga. Y el aire tendrá perfume de ataúd. Y soñar será como morder un trapo sucio. Y cuando la parca, esa maldita fiambrera, se lleve al olvido a la última mina, los porteños ya no tendremos sentido.
Pero todavía las hay. Yo conozco una. La tengo aquí conmigo, al lado de mi estruendosa Remington. Es una vieja amiga que la sabe larga y honda, porque viene de frecuentar todos los planetas, todos los misterios, todos los demonios, todas las pasiones y piedades. Y le hago preguntas:
–¿Qué es el amor?
–Para mí, hay dos. El de los cuerpos, que es darse a fondo si ambos obedecen al delirio. Ese es uno. El otro amor es el mundo. No sé si he sido clara.
–¿Qué leés?
–De todo. Lo que está escrito en la piel de los hombres. Lo que está escrito en el lado más oscuro de la noche. Lo que está escrito en el alma de las cosas, así las cosas estén en silencio o exploten. Y vos te vas a reír: pero también leo lo que todavía no esta escrito, porque la imaginación es lo mejor que tengo.
–¿A quien odiás?
–No sé si odiar es la palabra. Pero me escapo de los boludos. Ingenieros los llamaba mediocres. Yo les digo boludos. Los boludos son ésos que ni bien aparecen te roban el cerebro. Y para mí, que soy atea, el cerebro es Dios.
–¿Qué pensás de la soledad?
–Que la soledad soy yo. Cuando me voy de algún cuerpo, soy la soledad. Cuando falto a la cita, soy la soledad. Cuando vacío una cama, soy la soledad. Y cuando me muera, seré toda la soledad. Tengo tanta soledad como para envolver a esta ciudad con moño y todo. Y la ciudad lo sabe. Pero mi soledad es prisionera de la ternura y de la pasión. Y la ternura y la pasión son mi único gobierno.
Y ya me voy, pero si alguno pregunta cómo reconocer en la calle y entre tanta mujer a una auténtica mina, le digo que es sencillo:
Tiene los labios sedientos como el mar cuando lame la playa / en los ojos el brillo de la palabra siempre y la sombra de la palabra nunca / en la mano la llave que abre la puerta de los jardines del infierno y a veces la del dormitorio del cielo / y la sigue de cerca en fantasma de la madrugada.
Ahora cuídense porque anda suelta.
Claro que entre uno y otro término hay matices. Por ejemplo: china es la mujer de campo; pendeja y pebeta son las muchachas, lo mismo que garaba y garabita, y también lo es chiruza, salvo que en este caso la apelación es despreciativa; carro es mujer de la vida, y por extensión la que yuga, la que tira del carro; papa, papusa y papirusa, es la hermosa; percalera, claro, es la pobre; brame es vesre (revés) de hembra, como lo es darique de querida; y en cuanto a catriela, ¿quién no se da cuenta que alude a la que está para la catrera, es decir, la cama?
Habrán notado también que no incluí para nada, entre tanto inventario, el vocablo mina, como tampoco a sus derivados: nami, minushia, minón, minerva. Y no lo hice porque para los auténticos porteños –esos dioses envarados y soberbios que hacen de la noche el paraíso– la mina no es equivalente de mujer. Mina y mujer son cosas distintas. Es mas: mina y mujer son lo distinto.
Aclaro además que cuando digo minas, no pienso en aquellas que, originalmente, siglo atrás, laburaban para un canfinfle (léase proxeneta) que las explotaba como a verdaderas minas de oro o de plata. Cuando digo minas me estoy refiriendo a las de hoy, mis incomparables Ellas, tan endiabladamente diferentes del resto de las mujeres, como si vinieran de otro mundo. Y vienen, yo sé que sí. Anotemos algunas diferencias:
Hay mujeres que son lobas; las minas también, pero además les sobra estepa, y cuando muerden no dejan ni los huesos. Hay mujeres que tienen su filosofía; las minas también, pero además son eruditas en la ciencia de las veredas y de los barrios. Hay mujeres que leen a Kafka; las minas también, pero además se metamorfosean. Hay mujeres a las que siempre les duele algo; a las minas también, pero en especial el mundo. Hay mujeres que lo hacen a oscuras; las minas también lo hacen, pero dejan encendida una lucesita para ver como se contorsiona el cuerpo del amor. Hay mujeres sensibles: se levantan con el sol, riegan las plantas, les hablan; las minas también riegan y les hablan, pero a los dioses del Olimpo, para que sean mejores y sirvan para algo. Hay mujeres que son artistas de la cocina; las minas también, pero sólo de vez en cuando, no sea que el olor a cebolla les dure toda la vida.
Es que las minas tienen alma. Y una mina con alma no perderá ni un segundo de su vida en avivar giles y se cruzará rápido de vereda, o de país, cada vez que vea llegar a un chanta. Una mina con alma, si está solitaria en su casa, no despreciará el televisor, pero preferirá encender la imaginación. Una mina con alma jamás compartirá el edén de su cama con alguien que no sepa quien es Neruda, Picasso o el dios aquél de la boina inmortal. Y aunque no quieran creerlo, una mina con alma también quiere vivirla bien, como cualquier otra, pero si llegan esos tiempos del brillo, ella pasará por allí sin detenerse, porque sabe muy bien que tanto el confort como la mishiadura, roen mas hondo que un río de nutrias.
Y como me gustan los ejemplos, aquí doy uno, con el fin de insistir en las diferencias de las que vengo hablando.
ESCENA: Un tipo y una mujer comparten una mesa. De pronto el tipo grita, desesperado: “¡Se acabó el vino, Dios mío, se acabo el vino!”. Y la mujer le contesta: “Mejor, así mañana te levantás despabilado”.
LA MISMA ESCENA: Un tipo y una mina comparten una mesa. De pronto el tipo grita, desesperado: “¡Se acabó el vino, Dios mío, se acabo el vino!”. Y la mina le contesta: “Tranquilo, negro, que en el placar tengo dos botellas más”.
Pero yo pienso que la gran diferencia que existe entre unas y otras, radica en el hecho de que las mujeres, cuando nos abandonan, no dejan huella, como si nosotros fuéramos invisibles, algo así como un tatuaje en el aire. En cambio, cuando las minas se van, nos dejan una bala en la boca de la soledad, un cuchillo que una mano invisible afilará sin pausa en las curvas del corazón, un frío de Siberia en la mitad de la cama, un fósforo que en la oscuridad siempre alumbrará la esquina del dolor y la nada. Es que cuando una mina se va, el aire que respiramos tiene gusto a desolado Manzi, y la sonrisa de Gardel se nos llena de cenizas, y entonces llueve todo el tiempo en la ciudad y el único que camina sin paraguas es uno, sos vos.
El porteño sabe que las minas son terribles, como abrazo de boa. Pero igual las ama, y no puede vivir sin ellas. Está ligado a esa fatalidad como el náufrago a la isla, el pan al diente del hambriento, o la lluvia al ojo del melancólico. El porteño las ama tanto que vive y sueña con ser el amante de la mina mayor que es Buenos Aires. Aunque sepa que ser amante de una mina es desgraciarse la sangre, los sentidos, el calendario, el tiempo, la historia, el clima, el vino, todo. Pero, ¿que importa?, si el porteño sabe también que en este mundo no hay amantes felices. Ya lo dijo aquel Discépolo galés, llamado Dylan Thomas, cuando escribió que en la noche silenciosa los amantes yacen en el lecho con toda la tristeza de los siglos en sus brazos.
Y ahora cuídense porque anda suelta.
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MÁS SOBRE ELLAS, LAS MINAS
Para mí ellas son las incomparables. Para mí antes de ellas era la nada, y después de ellas también será la nada. Por eso cuando las sueño o las pienso, o cuando como ahora trato de expresarlas, se me extravía la gramática. Y si de pronto alguien me pregunta que son las minas para mí, le diría que son toda la sol y todo el noche, y son también la fuego de lo infierno, y además son el lluvia, la color del luz, la demonio y la dios, y en especial son lo mar que le falta a este ciudad, el galaxia que no cabe en la telescopio, y el herida absurdo, y la cielo que soñamos un vez.
Lástima grande que van quedando pocas. Es que esta ciudad de piedra, neurosis y ruido, se traga todo. Todo lo mejor. Y entre todo lo mejor están ellas, las inimi, las uni, las hechi (perdón, quise decir: las inimitables, las únicas, las hechiceras, pero es inútil: sólo con recordarlas se me parte el corazón y la palabra).
Pero insisto: minas, lo que se dice minas-minas, cada vez hay menos. Y claro. Sucede que algunas se mueren, como se muere todo algún día. Otras, se pierden entre las letras del tango, para hacerse leyenda, como Malena, la de la voz de sombra, o María, la que llegó del otoño. Y está bien que así sea.
Otras capitulan y se casan, y obedientes al mandato de la bruja Celulitis, engordan, engordan, engordan, y para mayor desgracia se hacen adictas al bolero y a la televisión, que es el bolero interminable. Estas –dicho sin culpa– son las peores.
Están también las que, casadas o no, aguardan a que el tipo se duerma, y se van a llorar a la cocina, derramando lágrimas de culpa y sollozos con algo de fritura, por aquellas añoradas noches de caos y maravillas. Y eso de algún modo las salva.
Otras se hacen milongueras. Pero a mi no me engañan. Esa es una forma de camuflarse. En el fondo son como las casadas que, sin estarlo, tienen su marido por tres minutos, que es lo que dura la ebriedad de un tango.
Y finalmente están aquéllas que desertaron para entrar en la locura, o convertirse en poetas, o afiliarse al socialismo revolucionario. Pero aún así, y cada una en su estilo, éstas siguen siendo grandes minas.
Si, van quedando cada vez menos. El día que se extingan también el sol se habrá apagado. Y la corriente eléctrica dará sombra. Y el agua sanitaria vendrá amarga. Y el aire tendrá perfume de ataúd. Y soñar será como morder un trapo sucio. Y cuando la parca, esa maldita fiambrera, se lleve al olvido a la última mina, los porteños ya no tendremos sentido.
Pero todavía las hay. Yo conozco una. La tengo aquí conmigo, al lado de mi estruendosa Remington. Es una vieja amiga que la sabe larga y honda, porque viene de frecuentar todos los planetas, todos los misterios, todos los demonios, todas las pasiones y piedades. Y le hago preguntas:
–¿Qué es el amor?
–Para mí, hay dos. El de los cuerpos, que es darse a fondo si ambos obedecen al delirio. Ese es uno. El otro amor es el mundo. No sé si he sido clara.
–¿Qué leés?
–De todo. Lo que está escrito en la piel de los hombres. Lo que está escrito en el lado más oscuro de la noche. Lo que está escrito en el alma de las cosas, así las cosas estén en silencio o exploten. Y vos te vas a reír: pero también leo lo que todavía no esta escrito, porque la imaginación es lo mejor que tengo.
–¿A quien odiás?
–No sé si odiar es la palabra. Pero me escapo de los boludos. Ingenieros los llamaba mediocres. Yo les digo boludos. Los boludos son ésos que ni bien aparecen te roban el cerebro. Y para mí, que soy atea, el cerebro es Dios.
–¿Qué pensás de la soledad?
–Que la soledad soy yo. Cuando me voy de algún cuerpo, soy la soledad. Cuando falto a la cita, soy la soledad. Cuando vacío una cama, soy la soledad. Y cuando me muera, seré toda la soledad. Tengo tanta soledad como para envolver a esta ciudad con moño y todo. Y la ciudad lo sabe. Pero mi soledad es prisionera de la ternura y de la pasión. Y la ternura y la pasión son mi único gobierno.
Y ya me voy, pero si alguno pregunta cómo reconocer en la calle y entre tanta mujer a una auténtica mina, le digo que es sencillo:
Tiene los labios sedientos como el mar cuando lame la playa / en los ojos el brillo de la palabra siempre y la sombra de la palabra nunca / en la mano la llave que abre la puerta de los jardines del infierno y a veces la del dormitorio del cielo / y la sigue de cerca en fantasma de la madrugada.
Ahora cuídense porque anda suelta.
(Dedico esta columna y la anterior a mi amigo Carlos Andreoli,
que cuando canta la noche se hace más larga, y en la mesa los vasos se llenan solos.)
que cuando canta la noche se hace más larga, y en la mesa los vasos se llenan solos.)
2 comentarios:
Genial, ahora pienso en si soy mujer o soy mina. Y es que creo que fuí de todo un poco, que cosa.
Querida Zahira, en principio me asombra que hablés sobre vos en pasado, con la vitalidad que tenés.
Luego, creo que la riqueza y contrariedad -muchas veces- deliciosa de la mujer nos hace sentir de distintas maneras, según el momento. Yo misma soy también la cucaracha del cuento de Kafka.
La cuestión aquí, me parece, es la mirada desde la otra persona, en este caso de un hombre, escritor porteño, es decir de la ciudad de Buenos Aires.
Su columa describe el sentido de un término, pero no me trago ninguna tipificación excluyente.
tuya,
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