Teresa Moure
Hierba mora
Contratapa: Hierba mora es el nombre de una planta, una mala hierba común que comparte con la literatura el poder de mitigar el dolor y con las mujeres la mala fama, ya que de una y de otras se ha ido diciendo a lo largo de los siglos que son tóxicas y de mala ralea, muy inclinadas a las malas pasiones.
Hierba mora es también el título de esta novela, que intenta devolver a la vida privada el protagonismo que le corresponde, tomando como pretexto la figura de Descartes. Testigos privilegiado de las andanzas del gran filósofo son tres mujeres bien distintas: la reina Cristina de Suecia, que lo hospedó en su castillo pocos meses antes de su muerte, su amante holandesa Héléne Jans e Inés Andrade, una estudiante de hoy empeñada en mostrar el perfil más íntimo de Descartes, el de un hombre que no supo amar y vivió en ese hueco triste que deja la pasión mal cuidada...
Hay momentos en la vida en que las personas sienten de forma evidente que algo importante va a sucederles. Alguien debería estudiar tal sensación, que probablemente procede de la alimentación, de una precaria ingesta de vitaminas, o de proteínas, aunque también puede deberse a la intervención de un aminoácido despistado o de un funesto oligoelemento; da lo mismo: el caso es que alguien debería estudiar la química de una sensación tal para poder eludirla o controlarla legado el caso. Aunque tengo para mí que lo más probable es que las culpables sean las hormonas. Sí, esas mismas sustancias tan sabias que permiten que los pelos se extiendan por el rostro de los varones y, al tiempo, se aseguran de que las mujeres no sean barbudas, por no contar otras sabidurías de estas sustancias, que hasta parecerían dotadas de inteligencia, tal es la resolución con que actúan. Que, a poco que se piense, resulta sorprendente el modo perfecto en que funciona el mundo. El asunto es que también podría tratarse de la humedad ambiental, o de la temperatura, o de la conjunción de planetas en el universo, o de la voluntad divina, o de Fortuna, que es caprichosa, o de las ondas que emanan del aura que cada uno irradia, o vaya usted a saber de qué, pero por una extraña alianza de las fuerzas ocultas o evidentes, sujetas o no a la gravitación universal, hay momentos en la vida en que todos sentimos que algo importante va a sucedernos. Que se huele en el ambiente la sensación. Hay un aroma a vainilla, a canela, a tierra mojada, a café recién hecho, a polvo volando en un rayo de sol, a castaña asada, a perro mimoso, a orines de bebé, a té de pétalos de rosa, a piel de los brazos en día de calor, a hoja de libro viejo; un aroma, como se puede desprender de la anterior enumeración, bien característico, que no se parece a ninguna otra cosa. Y quien tiene la sensación de que algo importante va a pasar en su vida anda con sonrisa premonitoria, el pelo bien echado sobre la cara, la inseguridad de la adolescencia en las manos y el andar de pisahuevos, que no es la figura más grácil de las que se puedan contemplar la de alguien que sabe que algo importante está a punto de sucederle. Y, por supuesto, siempre hay personas lerdas y palurdas, pesimistas, abatidas, cerradas dentro de sí, que creen en todo momento que la vida que llevan, no importa si feliz o apurada, si ordenada o apasionante, esa vida que habitan cada día es un edificio construido que va a permanecer sin cambios hasta el día mismo de la muerte. ¡Inconscientes! ¡Ignorantes! ¡Inconsistentes! Olvidan que la construyen cada momento y que en cada momento ponen las piedras con las que se levanta la pared. Una mirada intensa a un extraño, una carta que nunca llegó a su destino, un accidente inesperado, un microbio invisible, una idea fugaz pasando por la cabeza pueden estropearlo todo, absolutamente todo. Cuánto más si eso tan importante que va a suceder es objetivamente algo importante, no algo que te estremece a ti, que eres un ser estremecible, sino algo que estremecería a los mismos pilares en los que Atlas hace descansar la bola que habitamos. Y si digo todo esto es porque Hélène, cuando salía de la casa de Zaharías, envuelta en agradecimientos, que todo ha ido bien, que tienes una nieta preciosa, a tu hija caldo de gallina e infusión de pimienta de agua y argentina, ya sabe ella cómo prepararla, le he dejado un manojo para tres días, que se lo tome todo, sí, pasa a darme tu queso a probar cuando quieras, no tengas prisa que no paso hambre cuídate Zaharías, que ya eres abuelo y sigues teniendo la mirada pícara y las manos prontas. Y, al tiempo que marchaba, Hélène, no he visto mujer como ésta, ¡quién tuviera diez años menos!, sintió algo en el aire y tuvo que pararse a cobrar aliento. Disimuló tocando la cofia, que llevaba una de las que ella prefería, una cofia blanca con formas de cono y dos grandes picos a los lados que doblaba hacia arriba y conseguía dejar tiesos como ella quería, planchándolos con el agua de cocer las patatas, como le había enseñado Grethel en los tiempos en que las dos servían en la casa de cierto librero de fama. Mientras se aseguraba de que el pelo estaba bien metido en la cofia, no le fueran a notar la sensualidad fácil los viandantes, que en el pelo es donde se les ve a las mujeres las ganas de que las toquen, en realidad estaba olisqueando el aire. Porque el aire lleva un perfume de vainilla, y a canela, a tierra mojada, a café recién hecho, a polvo volando en un rayo de sol que filtra la contraventana, a castaña asada, a perro mimoso, a orines de bebé, a té de pétalos de rosa, a piel de los brazos en día de calor, a hoja de libro viejo; un aroma bien característico que no se parecía a nada. Y tensó todos los músculos de su cuerpo Hélène, como gata resabida que era, porque en ese mismo momento supo que alguien intentaba deshilar la trama del destino e invertir el camino que ella había preparado cuidadosamente para sí, y, un poco menos resuelta que de costumbre, sensitiva, atenta a las partículas que permanecían suspendidas en el aire, se marchó andando a paso lento hacia su casa.
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